Se nos presenta ahora una buena ocasión para decir cuatro cosas sobre Sócrates y Platón, con la esperanza de deshacer algunos malentendidos fatales. Hay quienes acusan a estos filósofos de no respetar la democracia. Sócrates fue sin duda un rebelde, pero fue un rebelde, se dice, contra una ciudad “ abierta y democrática”. En el fondo, en el mensaje de Sócrates sería posible leer una aversión profunda hacia la democracia, una inclinación hacia el autoritarismo e incluso el totalitarismo. Estas acusaciones ya fueron vertidas hace mucho contra Platón. Por un famoso filósofo americano llamado Karl Popper. Más tarde, algunos- en España, por ejemplo, Fernando Savater- fueron más allá, argumentando que el germen del totalitarismo había que buscarlo ya en su maestro, en Sócrates, pues tampoco él tenía ninguna simpatía por la democracia ateniense. Se este modo, por lo visto, los genuinos herederos de Sócrates serían personajes de la calaña de Hitler o Stalin, mientras que, por el contrario, los valores de la ciudadanía y de la democracia habría que anclarlos, más bien, en aquella asamblea de los atenienses que votó por condenarle.
Todo eso es un enorme disparate. Y lo malo no es que se digan tonterías respecto de Sócrates o de Platón. Lo verdaderamente grave es que al malinterpretarlos así, lo que se hace es escamotear una diferencia esencial: la diferencia entre Democracia y Estado de Derecho. Y es gracias a esta confusión que luego pasan por ser “estados de derecho” cosas que en realidad distan mucho de serlo. EEUU o España, por ejemplo, pueden ser considerados “democracias” (representativas), si bien hay motivos de peso para negar que sean Estados de derecho.
Ya sabemos que para que una sociedad esté en Estado de derecho, el lugar de las leyes debe estar “vacío”. Acabamos de comprobar que ni siquiera el pueblo tiene el derecho de usurpar ese lugar. Si no se tiene en cuenta esto, si se considera que el pueblo tiene siempre y en todo momento el derecho de decidir lo que le venga en gana y que eso es, además, aquello a lo que llamamos democracia, estaríamos entonces legitimando, por ejemplo, los linchamientos. Si el pueblo decide masivamente linchar a un criminal ( que sería, además, un presunto criminal), la cosa puede ser considerada de lo más “democrática”, pero, desde el punto de vista del Estado de derecho, todos los que participaran en ese linchamiento tendrían que ser juzgados por un crimen terrible.
Pues bien, Sócrates estaba en contra de la democracia- mal que les pese a Savater o a Popper- porque estaba en contra de los linchamientos. Estaba en contra no de la democracia, sino de que la democracia no se sometiera a las normas de Estado de Derecho.
¿Qué sería una democracia sin Estado de Derecho, una pura y simple democracia, una democracia “en estado bruto”? En esas condiciones se impone la voluntad de la mayoría. Ello en principio no tendría nada de malo si no fuera porque la mayoría puede, claro está, decidir muchas cosas malas ( como, por ejemplo, exterminar o esclavizar a la minoría). Por otro lado, basta un poco de realismo para saber que una mayoría que no tenga la obligación de someterse a la Ley o a la Justicia o la Verdad, es fácilmente manipulable. Si, por ejemplo,, es legítimo engañar para convencer a la mayoría, ésta será, sin duda, engañada por quien tenga más poder o más dinero para invertir en su manipulación. Y de este modo, la dictadura de la mayoría no será, bien mirada, más que la dictadura de una minoría que ha manipulado, engañado, chantajeado, comprado o amenazado a la mayoría. Así pues, Platón se opone a la democracia porque no quiere seguir viendo tiranizados a los ciudadanos por los intereses particulares de los que salen victoriosos en este tipo de pugna, en la que solo el que mejor engaña puede vencer. Platón sabe muy bien que en esas condiciones el triunfo de la discusión no depende del intercambio de argumentos entre ciudadanos que se tratan de igual a igual, como ocurre por ejemplo en un diálogo socrático. En este tipo de debate vence siempre el mejor pagado, el que sirve, con su palabra y su trabajo, a los más poderosos, a los que detentan el poder. Lo que Platón rechaza es un sistema que, en el mejor de los casos, nos somete a la tiranía de la resultante de todas las “opiniones” en litigio, sin preocuparse de si éstas son justas o injustas, de si la prosperidad o el bienestar que prometen a unos exigen la segregación, la explotación o el exterminio de otros. Eso, como decimos, en el mejor de los casos; actualmente, estamos más bien en el peor de todos:los medios de comunicación, el arma imprescindible para hacerte oír en el espacio público, están hoy día secuestrados por un puñado de grandes empresas ocupadas, claro está, en la defensa de sus intereses privados; de hecho, existen fortunas particulares que pueden llegar a monopolizar todos los medios de los que se llama la “opinión pública”.
Es en defensa de la ley que Sócrates y Platón se oponen a la democracia, y no en defensa de forma alguna de aristocracia, de oligarquía o de tiranía. Por más que algunos se hayan esforzado en ocultarlo, tanto la oligarquía, como la tiranía son expresamente rechazadas tanto por Sócrates como por Platón en favor de la soberanía incondicional de la ley.
Existe un episodio histórico que nos ilustra muy claramente el sentido de la oposición de Sócrates al gobierno del demos (esto es, del conjunto de los ciudadanos libres con derecho a intervenir en la vida pública). En el año 406 a. C., tuvo lugar en las islas Arginusas una de las más importantes batallas navales de toda la Guerra del Peloponeso. La escuadra ateniense venció a la flota espartana, pero la fuerte tempestad que se desencadenó tras la batalla impidió a los generales que comandaban la partida vencedora prestar auxilio a los náufragos y recoger los cuerpos de los atenienses que perecieron en la refriega para darles sepultura según el ritual funerario que sus costumbres prescribían. Ello motivó que, a su regreso a la patria, algunos les acusaran de un delito de abandono de los caídos, un delito muy grave que en Atenas se castigaba con la muerte. Contra ellos se celebraría un juicio político que marcaría profundamente el curso político ulterior de la democracia ateniense. El veredicto fue objeto de una violenta polémica el en seno de la Asamblea Popular (que, cuando la ocasión lo requería, hacía las veces de tribunal de justicia). Finalmente, a través de diversas maniobras muy poco limpias promovidas por Teramenes, uno de los hombres fuertes de la renovada democracia ateniense, el grupo favorable a la condena a muerte de los generales ganó posiciones frente al de los que eran partidarios de exonerarles. En un intento de evitar la sentencia condenatoria, Euritolemo, cuñado del prestigioso estratega Alcibíades, denunció la ilegalidad del procedimiento de decidir en bloque, y no individualmente, la suerte de todos los generales, tal y como habían propuesto los del grupo de Teramenes. Pero el “pueblo soberano” que, por definición, era la Asamblea ateniense, lo increpó a gritos: “¡Es intolerable que se impida al pueblo hacer lo que mejor le parece!.De este modo, el “pueblo soberano”, hábilmente persuadido y engañado por las artimañas de Teramenes y los suyos, proclamaba la superioridad de su voluntad sobre la autoridad de la ley. Este es un buen ejemplo de cómo las minorías que realmente detentan el poder hacen creer a la mayoría- gracias a una influencia que, por lo general, va mucho más allá de la que, a través del uso público de la palabra, consiguen tener en el seno de la Asamblea y las instituciones políticas- que está ejerciendo soberanamente su poder como “mayoría” cuando decide lo que ellas les dictan. En todo caso, mediante aquel fatídico pronunciamiento, el pueblo soberano reivindica su supuesto derecho a estar por encima de la ley, y los miembros de la Asamblea que al principio titubearon cedieron finalmente a la presión y a las amenazas de Teramenes, y votaron a favor de la propuesta de éste último, aun a sabiendas de que era una propuesta ilegal.
Pues bien, Sócrates- que entonces era uno de los miembros de la Asamblea elegido por sorteo- fue el único que, frente a la posición adoptada por la “mayoría”, se mantuvo firme en el rechazo de la propuesta de juzgar en bloque a todos los arrestados. Tomó la palabra y dijo que él no reconocía otra autoridad que la ley y que “no haría nada que estuviera en contra de la ley”. No sirvió de nada, pues la “mayoría” de la Asamblea, de buena o de mala gana, había aceptado ya dicha propuesta y votó a favor de la condena. Pero el desafío de Sócrates al “pueblo soberano” fue muy mal visto por la Asamblea, que tomaría buena nota del mismo y que, como es bien sabido, apenas siete años más tarde se lo haría pagar muy caro. Había osado poner en tela de juicio la tesis dela superioridad del demos sobre la ley.
Platón recogería a este respecto el testigo de Sócrates. En su celebérrima Carta VII, exhorta encarecidamente a los partidarios del asesinado rey de Siracusa a “no someter a Siracusa al gobierno de los déspotas, sino al gobierno de la ley”. Y en la menos conocida Carta VIII, alaba a los espartanos por haber logrado que “la ley se haya convertido en soberana de los hombres y que los hombres ya no sean los tiranos de las leyes”. En todo caso, en la madurez de su pensamiento político, Platón defiende inequívocamente el poder absoluto de la ley sobre todos los ciudadanos, incluidos los encargados de gobernar, mientras que rechaza, por el contrario, enérgicamente que el demos pueda convertirse en “tirano de las leyes”, obedeciéndolas o desobedeciéndolas según su conveniencia, sin preocuparse de otra cosa que de tenerla aprobación de la “mayoría” (de la mayoría de esos pocos privilegiados sobre los que en las ciudades griegas recaía la condición de “ciudadanía”, se entiende).
Así, pues, si Sócrates y Platón se oponen a la democracia es porque consideran su ejercicio íntimamente solidario con la idea de que la voluntad del demos en su conjunto está por encima de la ley, porque se niegan a aceptar la omnipotencia del demos, la idea de que el demos lo es todo, tenga o no razón y pueda o no demostrarlo. Contra lo que están Sócrates y Platón es contra la idea de que hasta la más injusta violencia ha de ser considerada legítima si es querida mayoritariamente por el pueblo, lo que, a fin de cuentas, es algo tan sensato como estar en contra de que la mayoría de los ciudadanos de un país puedan decidir el exterminio de, pongamos por caso,todos los judíos de ese país. En este sentido se ve con claridad que “ al oponerse a la sociedad abierta y la democracia”, Sócrates y Platón no están anunciando el totalitarismo, sino muy al contrario, oponiéndose a él: es como si hubieran entrevisto a la perfección aquello de lo que son capaces las mayorías al margen de la ley, las grandes masas populares aclamando a un Hitler o un Mussolini en la plaza pública (es decir, en ese lugar “vacío” al que hemos estado considerando “el lugar de las leyes”). Es como si Sócrates y Platón hubieran entrevisto perfectamente que hay un tipo de golpe de Estado que es el más peligroso de todos y que consiste en que es el pueblo en masa el que usurpa el lugar de las leyes para acabar con el Estado de Derecho. En ese punto, la democracia y el fascismo se convierten exactamente en la misma cosa.
Sócrates y Platón se oponen a la democracia “en estado bruto” porque se oponen a que el demos, aunque sea realmente todo el demos, pueda decidir contra lo que la razón dicta como justo. Para ambos filósofos, cuando la ley deviene expresión de ese dictado de la razón, también el demos debe estar sometido a la ley. Critican la democracia solo porque no garantiza el imperio de la razón; porque cuando el chantaje económico, las amenazas, la ignorancia y la falta de ilustración del pueblo permiten que los poderes establecidos secuestren su voluntad, el pueblo puede decidir, en contra de la razón y contra sí mismo, la ejecución de la mayor vileza. Lo importante, tanto para Sócrates como para Platón, no es, por tanto, si decide el pueblo o un tirano,lo importante es que, sea quien sea el que lo haga, no pueda hacerlo contra la razón , contra lo que ésta sanciona como justo. Y el sometimiento incondicional de todos a la ley constituye el único procedimiento a disposición de los meros mortales para lograrlo. En ausencia de este sometimiento a la razón, que la ley debe vehicular, la democracia se convierte inevitablemente en un instrumento político al servicio de los poderosos. La omnipotencia del demos acaba convirtiéndose siempre en la tiranía de quienes tienen la capacidad de persuadirle (persuasión que no siempre radica en el engaño, sino también en el más puro y abierto chantaje: “ o nos das tu apoyo o te quedas sin trabajo”; “o votáis a los que son nuestros aliados en el país u os hacemos la guerra hasta que se os quiten las ganas de volver a perjudicar nuestros intereses”). Sin el sometimiento del demos a la razón, la democracia se convierte en un sistema que concede la misma legitimidad a la virtud que al crimen, con tal de que disfruten numéricamente del mismo apoyo popular, lo que, a su vez, hace de la democracia un sistema de gobierno que brinda a los poderosos la oportunidad- casi siempre al alcance de sus bolsillos- de conseguir que sus planes más criminales no puedan ser denunciados como tales.
Es verdad que, en la época de Platón, la democracia sirvió para desactivar el sistema de privilegios de la sociedad arcaica y para privar de su influencia en la administración de los asuntos públicos a la antigua aristocracia. Pero también es cierto que con ello no se logró más que proporcionar una ilusión de legitimidad al ejercicio del poder por parte de los nuevos poderosos. Y efectivamente, algunos de esos nuevos poderosos (como Solón, Clístenes o Cimón, entre otros) fueron expresamente criticados por Platón.
En la producción de esa ilusión de legitimidad, desempeñaron un papel fundamental los sofistas. Los sofistas eran, más que nada, profesores de retórica. Enseñaban a expresarse de modo persuasivo y convincente. Se puede decir que, en ese sentido, los sofistas nacieron en la democracia y para la democracia. Sus enseñanzas resultaban de lo más útiles para saber expresarse en la Asamblea, para convencer a los demás de que votaran esto o lo otro. Ahora bien, los sofistas no pretendían ser persuasivos diciendo la verdad. Se vanagloriaban más bien de ser capaces de hacer “fuerte el argumento más débil”, de ser lo suficientemente hábiles retóricamente para que cualquier mentira pudiera aparecer como verdad. En realidad, su desentendimiento respecto de la verdad se correspondía completamente con el tipo de democracia que existía en Atenas. Se trataba de esa democracia que se creía con derecho a decidir cosas ilegales con tal de que así lo decidiera la mayoría. Así pues, los sofistas se desentendían de la verdad en el mismo sentido que la democracia se desentendía de la justicia.
Frente a ellos, Sócrates se empeño en demostrar que la única retórica legítima consistía en decir la verdad. Que para convencer de verdad, hay que decir la verdad, porque sólo la verdad convence de verdad. Pero, por lo mismo, Sócrates se empeñó en demostrar que una democracia que no respeta la Ley es tan despreciable y odiosa como la más execrable de las tiranías. Sócrates y Platón sabían muy bien que bajo la influencia de los sofistas, la democracia ateniense no serviría más que para conceder una apariencia de legitimidad a la tiranía de los que en cada caso tuvieran la sartén por el mango.
Los sofistas y los “demagogos”, cumplen, en la sociedad democrática, la exigencia de lograr que los ciudadanos acepten o toleren situaciones y realidades que, sin una previa manipulación de sus conciencias, podrían no estar dispuestos a tolerar. Platón fue el primero en mostrar la esencial solidaridad que existía entre la sofística y la tiranía, y fue, asimismo, el primero en mostrar que dicha solidaridad respondía a una solidaridad más íntima, menos visible, entre la tiranía y la democracia. Tan solidarias como que la sofística viene a ser el instrumento político por intervención del cual la tiranía logra pervivir bajo la democracia, bajo el gobierno de los ciudadanos. Es gracias a la sofística que, a menudo, la tiranía logra parecer legítima, disfrazándose bajo el ropaje democrático.
Para Platón combatir al sofista es, al mismo tiempo, defender la ciudad contra la tiranía, defender la ley- que es “el alma de la polis”- contra los que se colocan por encima de ella, contra el “anarquismo” de la “mayoría” que, en cuanto tal, se cree con derecho a decidir y a actuar ilegalmente. Platón combate a los sofistas no en cuanto paladines de la democracia sino en cuanto “enemigos de las leyes” y, consecuentemente, en cuanto enemigos de la ciudad. Platón combate en ellos a los que, saltando por encima de la ley, decidieron la muerte de los comandantes de las Arginusas y, también, la muerte de Sócrates. Al contrario que ellos, Sócrates, que se había negado, precisamente por respeto a la ley, a votar por la condena de los comandantes, se negó también, igualmente por respeto a la ley, a eludir la ejecución de su propia condena a muerte aprovechando la oportunidad de fugarse que los mismos que le condenaron le habían ofrecido secretamente. Pues, en efecto, nada más ser condenado a muerte, Sócrates recibió ofertas para escaparse de prisión y huir de Atenas. Pero él se negó a ello, empeñado en que, ante las leyes, hay solo dos posibilidades: o se las convence, o se las obedece. Si una ley es injusta, hay que intentar cambiarla, sin duda, y hay que cambiarla con arreglo a la ley, siguiendo los cauces legales oportunos. Pero mientras que esa ley no cambie, decía Sócrates, es preciso obedecerla sin rechistar.
Quienes se empeñan en ver en la polémica de Platón lo los sofistas algo así como la reacción de los ideales aristocráticos contra los revolucionarios ideales del pueblo no han entendido una palabra del asunto. La polémica en cuestión está mucho más cerca de ser un enfrentamiento entre la defensa de la omnipotencia anárquica del demos (los sofistas) y la defensa del imperio de la ley y el estado de derecho (Platón). Contra lo que a menudo se ha pretendido, en esta polémica Sócrates y Platón defienden lo más parecido a los ideales más “moderados” y “sensatos” de la Ilustración, mientras que los sofistas profesan un radicalismo fanático que ensalza la “soberanía del pueblo” por encima de la misma ley y de la razón (y, por ende, de la “justicia”), impidiendo la constitución de un auténtico “estado de derecho”. Lo que Platón pretende es que incluso la “mayoría” quede sometida a la ley, mientras que los sofistas quieren que, en última instancia, el demos pueda legitimar una acción fuera de la ley.
(Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero. Educación para la Ciudadanía. Democracia, Capitalismo y Estado de Derecho. Editorial Akal. Madrid. 2007)